(Celebración: 12 de Diciembre)
En diciembre del año 1531, en un cerrito cercano a la ciudad, denominado “Tepeyac”, se producen las famosas apariciones de la santísima Virgen al indio Juan Diego de Cuauhtlatoatzin o Tlatelolca, que vivió entre 1474 y 1548. Era ya bautizado católico, pobre, viudo y piadoso, solía asistir a misas de los padres franciscanos de la iglesia de Santiago el May
El libro Nicam Mopohua, que significa “aquí se narra”, refiere ordenadamente “como hace poco, milagrosamente, se apareció la perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina, allá en Tepeyac, de renombre Guadalupe”:
Al indio Juan Diego con quien conversó:
El sábado 9 de diciembre de 1531: refiere en su dictado, que de madrugada, iba a la misa y, al llegar al Cerrito Tepeyac, ya amanecía. Oyó cantos de pájaros finos excepcionales, del lado donde sale el sol. Se extraña y, cuando cesa su canto, oyó que lo llamaban desde el cerrito y le decían:
— “Juanito, Juan Dieguito…”
y , al llegar a la cumbre, vio a una doncella que estaba de pie, que lo llamó cerca de ella y, cuando llegó junto a la misma, ponderó su perfecta grandeza:
— “su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en que estaba de pie, como que lanzaba rayos … el resplandor de ella como preciosas piedras, como ajorca … la tierra como que relumbraba con resplandores del arco iris en la niebla” … “Y los mezquites y nopales y demás hierbecillas, como esmeraldas, como turquesas aparecían. Y sus troncos, sus espinas, sus agustes relucían como el oro. Se postró, escuchó su aliento, su palabra, extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien lo atraía y estimaba mucho”.
Y le dijo:
— “Escucha hijo mío, el menor, Juanito. ¿A dónde te dirijes?
— “Escucha hijo mío, el menor, Juanito. ¿A dónde te dirijes?
Le contestó que:
— “a su casita de Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios, que nos enseñan … “
Ella le revela:
— “Sábelo, ten por cierto hijo mío, el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí se levante mi casita sagrada, en donde lo mostraré, lo ensalzaré, al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada comprensiva, en mi auxilio, en mi salvación, porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno y de las más variables estirpes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen los que me busquen, los que confíen en mí; porque allí le escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores. Y para realizar lo que pretende mi compasiva misericordia, anda al palacio del obispo de México y le dirás como yo te envío, para que le descubras como mucho deseo que aquí me provea una casa, me erija en el llano mi templo, todo le contarás, cuanto has visto y admirado y lo que has oido y ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo te retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envío. Ya has oído hijo mío, el menor, mi aliento, mi palabra; anda, haz lo que está de tu parte.”
El indio dice aceptar el mandato, se encaminó a México, a la casa del obispo Fray Juan de Zumárraga, de la Orden de San Francisco, “muy recientemente llegado”. Se anuncia, espera y es recibido, narrándole lo que vio y oyó. Tuvo la impresión de que no le creyó mucho su versión de los hechos y le dijo que:
— “aún con calma te oiré, bien, desde el principio miraré”.
Por la tarde Juan Diego volvió entristecido al cerrillo, donde halla a la Reina del cielo y le narró la entrevista y las dudas del Ordinario, pidiéndole a ella, humildemente, que enviase a algunos nobles estimados “conocidos, respetados, honrados”, para que le crean, ya que se “siente poca cosa y teme causarle disgusto o enojo”. La Virgen le confirma su orden y confianza, por ser necesaria que por:
— “tu intervención se realice, se lleve a efecto, mi querer y mi voluntad”
y le ruega que vuelva mañana a ver al Obispo, haciéndole saber de nuevo:
y le ruega que vuelva mañana a ver al Obispo, haciéndole saber de nuevo:
— “mi voluntad, para que realice, haga mi templo”
y mañana por la tarde le traiga su respuesta.
Sigue narrando Juan Diego que al amanecer fue desde su casita a Tlatelolco a oír misa, y a las 10 hs fue al palacio Episcopal, e hizo “toda la lucha por verlo” al Obispo y al final lo vio. Se hincó y lloró a sus pies. El Obispo le preguntó muchas cosas que deseaba investigar para cerciorarse, pero el final le contestó que no haría el templo por la sola palabra suya, sino que precisaba “alguna otra señal para poder ser creído cómo a él lo enviaba la Reina del cielo en persona”, a pesar que el dignatario quedó reflexionando que el indio no vacilaba, sino ratificaba a sus dichos, y entonces lo hizo seguir discretamente, para observar a dónde iba y con quién hablaba.
Así lo hicieron sus colaboradores, pero ya llegando a la barranca del Tepeyac, lo vieron perderse en el puente de madera, regresando fastidiados y tratando de indisponer al Obispo con el indio. Este, vuelve a hallar a la Virgen y le da cuentas de su segunda gestión infructuosa. A lo cual responde la señora:
— “Bien está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que ha pedido, con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará, ni sospechará; y sábete hijito mío que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido, ¡ea! vete ahora que mañana aquí te aguardo”.
Se le cruza un inconveniente a Juan Diego, si tío Bernardino, buen creyente, muy enfermo, lo manda llamar, le busca un médico, pero parecía ya tarde y, al anochecer, el tío le pide que le lleve, en la madrugada del día siguiente, un sacerdote de Tlatelolco para que lo confiese y ayude a bien morir.
Juan Diego sale de madrugada a buscar el sacerdote pedido por Bernardino. Temiendo lo interceptara la Virgen, hace un atajo por otro lado del cerro, que facilitaba su salida a México. Más ella lo esperaba y lo interroga sobre sus pasos. Avergonzado este responde con palabras enternecedoras de un niño:
— “Mi jovencita hija mía, la más pequeña. Niña mía, ojalá que estés contenta, ¿cómo amaneciste?”.
Y le hace saber la enfermedad del tío y que, por su gravedad, debe buscarle un sacerdote …
— “pues para ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte”
— “pues para ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte”
— “Escucha, ponlo en tu corazón. Hijo mío, el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió: que no se turbe tu rostro, tu corazón: no temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? No estas bajo mi sombra y mi resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío”.
(Luego se supo que simultáneamente se curaba su tío)
Calmado el indio, se animó a pedirle a la Virgen lo que solicitaba el Obispo, como señal. Y ella lo envió a la cumbre del cerrillo, diciéndole que:
— “allí verás que hay variadas flores, córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas; luego baja aquí, tráelas aquí en mi presencia.
Llegado a la cumbre, el indio se admira que allí hubiera cantidad de flores, con sus corolas abiertas, variadas, hermosas, cuando las plantas no las darían, “fuera de su tiempo, porque de veras, aquí, en aquella sazón arreciaba el hielo”. Esparcían “un olor suavísimo, como perlas preciosas, como llenas del rocío nocturno”. Y las cortó, las puso en el hueco de su tilma, descendió y ofreció a la “Niña Celestial” que las tomó en sus manos y las puso juntas en el hueco de su ayate, diciéndole:
— “Mi hijito menor: estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al Obispo; de mi parte le dirás que vea en ella mi deseo y que por ello realice mi querer, mi voluntad. Y que tú eres mi mensajero, en ti absolutamente se deposita mi confianza y que mucho te mando que con rigor, a solas, en la presencia del Obispo extiendas tu ayate y le enseñes lo que llevas … y le contarás todo para que puedas convencer al gobernante sacerdote, para que luego ponga lo que está de su parte para que se haga, se levante mi templo, que le he pedido” (SIC).
Llega luego al palacio, se anuncia, vence la resistencias del portero y de otros señores, que fingían no entenderle, obligándole a permanecer de pie y cabizbajo, y le demostraban curiosidad por lo que traía en el ayate, y por temor a que se marchitaran las flores, les “mostró un poquito”. Al ver pues las flores frescas, hermosas, fuera de tiempo y sus perfumes, recién avisan al Obispo, quien, imaginando que traía la prueba, “enseguida dio orden que pasara a verlo”. Juan Diego se presenta, le cuenta lo visto, oído y admirado y el mensaje de la Señora:
— “y para que aparezca que es verdad mi palabra, aquí las tienes, hazme el favor de recibirlas”
y extendió su blanca tilma en cuyo hueco había colocado las flores.
y extendió su blanca tilma en cuyo hueco había colocado las flores.
Entonces cayeron al suelo las flores y luego allí se convirtió la señal, se apareció de repente la amada Imagen de la perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, en la forma y figura en que ahora está, donde ahora se conserva en su amada casa, en su sagrada casita en el Tepeyac, que se llama Guadalupe. Y no bien la vieron, el Obispo y todos los presentes se arrodillaron, la admiraron, se pusieron de pie para verla, entristecidos y afligidos, suspenso el corazón y el pensamiento. El Obispo, con llanto y tristeza le rogó y pidió perdón por no haber realizado antes su voluntad, luego desató la tilma de Juan Diego “en la que aparecía, en donde convirtió en señal la Reina Celestial” y la llevó al oratorio. Juan Diego permaneció en la casa del Obispo, quien le pidió indicarle donde debía erigirse el templo. Luego solicitó ver al tío y llevarle un sacerdote. Lo acompañaron a casa del tío y vieron “que estaba sano, absolutamente nada le dolía. Este, extrañado de verlo con acompañantes le preguntó que sucedía, y el sobrino le narró todo lo vivido”. “Y le dijo su tío que era cierto, que en aquel preciso momento lo sanó” y “que la vio exactamente en la misma forma en que se había aparecido al sobrino y cómo a él también lo había enviado a México a ver al Obispo, para que le contara lo que había visto”, y “la manera maravillosa en que lo había sanado”.
Y que bien así la llamarían
“la perpetua Virgen Santa María de Guadalupe, su amada imagen”.
“la perpetua Virgen Santa María de Guadalupe, su amada imagen”.
EL MILAGRO EN EL OJO DE LA VIRGEN |
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