Si nos duele cuando lastimamos un ser querido con una ofensa, ¡cuánto más si la ofensa es a Dios mismo!
La historia de los primeros Padres nos deja una moraleja: con Dios no se juega. Si bien el diablo es fuerte y tiene “cierto poder” sobre el hombre, también es cierto que el alma siempre podrá reorientar su vida, porque Dios es más fuerte y le dará su gracia. El demonio sabe de qué pie cojeamos y ahí nos pone la zancadilla. Pero Cristo está de nuestro lado: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13).
Para volver a Dios es preciso remover los obstáculos que se atraviesan en el camino. Por eso un medio eficaz para resistir las tentaciones es la compunción del corazón. ¿Qué es pues esta compunción? Don Columba Marmión, en su libro Jesucristo ideal del Monje, nos dice que es una disposición interior que mantiene habitualmente al alma en contrición. Un ejemplo. Supongamos que una persona tuvo la desgracia de caer en pecado mortal. A esta persona la misericordia de Dios le concede la gracia del arrepentimiento y le dispone a confesarse con sinceridad.
Vemos en Pedro que ante la pregunta de una criada tiene la desfachatez de negar a su Maestro cuando horas antes le había prometido dar su vida por Él. Sus lágrimas son la muestra perfecta de su compunción y así, arrepentido, Cristo le da su misericordia. Desde aquel momento Pedro dará testimonio de su Maestro hasta el heroísmo. Lo mismo sucede con el hijo pródigo, cuando sintió la lejanía del Padre: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15, 21). Seguramente aquellas lágrimas conmovieron tanto al Padre que le vistió de ropas finas y le llenó de besos. Esta es la imagen de la misericordia de Dios. También Magdalena, postrada ante los pies de Jesús, no hace otra cosa que llorar. Enjugando con sus cabellos los pies del Maestro pide su misericordia y perdón. Por eso ante tal Misericordia de Dios digamos: “No desprecies, Señor, al corazón contrito y humillado” (Salmo 50,19). Cuando un alma se esfuerza en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se esmera en reparar las faltas cometidas, Dios nunca le dejará solo. Como dice San Agustín: “Dios atiende más a las lágrimas que el mucho hablar”.
Uno puede pensar qué duro y difícil será alcanzar esta actitud de compunción cuando nunca lo habías pensado o practicado. Si nos duele cuando lastimamos un ser querido con una ofensa, ¡cuánto más si la ofensa es a Dios mismo!
San Benito en su regla dice a sus monjes: “Y no olvidemos que seremos atendidos, no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y por las lágrimas de nuestra compunción” (Regla Cap. XX). San Francisco de Sales, dando consejos a Filotea sobre la purificación de los pecados mortales del alma dice: “Después de haber preparado y juntado de esta manera los humores viciosos de tu conciencia, detéstalos y arrójalos por medio de la más fuerte contrición y dolor de que fuere capaz tu corazón, considerando estas cuatro cosas: que por el pecado has perdido la gracia de Dios, has sido despojada del derecho de la gloria, has aceptado las penas eternas del infierno, y has renunciado al amor eterno de tu Dios”(Cf. Vida devota, cap. I-VIII).
Lo mismo podemos hacer nosotros aprendiendo su ejemplo de vida plena y feliz aún en las muchas tentaciones que sobrellevaron. Ellos se armaron de valor para trabajar con fuerza y ánimo para permanecer fieles al amor de Dios y alcanzar la gloria del cielo.
San Benito en su regla dice a sus monjes: “Y no olvidemos que seremos atendidos, no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y por las lágrimas de nuestra compunción” (Regla Cap. XX). San Francisco de Sales, dando consejos a Filotea sobre la purificación de los pecados mortales del alma dice: “Después de haber preparado y juntado de esta manera los humores viciosos de tu conciencia, detéstalos y arrójalos por medio de la más fuerte contrición y dolor de que fuere capaz tu corazón, considerando estas cuatro cosas: que por el pecado has perdido la gracia de Dios, has sido despojada del derecho de la gloria, has aceptado las penas eternas del infierno, y has renunciado al amor eterno de tu Dios”(Cf. Vida devota, cap. I-VIII).
Lo mismo podemos hacer nosotros aprendiendo su ejemplo de vida plena y feliz aún en las muchas tentaciones que sobrellevaron. Ellos se armaron de valor para trabajar con fuerza y ánimo para permanecer fieles al amor de Dios y alcanzar la gloria del cielo.
Odiemos el pecado. No sólo al pecado como palabra sino a las consecuencias que de éste se desprenden. Pío XII comenta: “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Radiomensaje 26-X- 1946), y Juan Pablo II lo recalca: “oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado”. (Reconciliatio et paenitentia No. 18). Las tensiones juegan un papel importante en la vida del cristiano. Nos duelen cuando caemos pero muchas veces no nos damos cuenta que son escalones que Dios nos pone para llegar a Él. Desde la antigüedad grandes místicos nos proponen la compunción del corazón como medio eficaz contra las tentaciones, pues nos hace conscientes que somos pecadores necesitados del auxilio divino.
Si quieres realmente buscar al Señor, prepárate, porque serás zarandeado constantemente. La Sagrada Escritura dice: “Dichoso el hombre que es tentado” (Jac 1, 12). Leemos en la vida de Tobías: “ya que eres grato a Dios, convenía que la tentación te probase” (Tob 12, 13). Dios se muestra generoso en permitirnos participar de las tentaciones, pues en cada una se muestra su gracia y su poder. Él mismo quiso ser tentado en el desierto para mostrarnos su poder ante las tentaciones y asegurarnos su victoria. No temamos, pues Él ya ha vencido. Arrojémonos a sus brazos en las tentaciones y digamos como los apóstoles cuando estaban en medio del lago y las olas se levantaban con fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! (Mt 8, 24).
Hagamos como las vírgenes del evangelio que entraron al banquete de bodas. Santa Teresa de Ávila, al ver a Cristo en la cruz decía: “...lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo agradecimiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle...” El pensamiento constante en Dios nos hace permanecer en su presencia amorosa. Nos pone en alerta al “instante” del asalto del maligno. “Pues hay que apagar la chispa antes de que haga un fuego.” Muchas veces detrás de cada tentación está la mano de Dios que quiere podar el árbol para ensanchar el corazón y tenga así la capacidad de amor que necesita Dios.
Mucho bien produce rezar el salmo que compuso el rey David tras su pecado con Betsabé. Humillado se golpea el pecho y exclama: “contra Ti, contra Ti sólo pequé” (Salmo 50). Nuestro Señor conoció la inmensidad del pecado pues “su corazón rebosaba tristeza y una tristeza mortal” (Mt 26,38). La compunción del corazón de Cristo viene no por ser pecador, pues Él nunca conoció pecado alguno, más bien al profundizar en el pecado de los hombres que se alejaban de su Padre. Clavado en el madero, con gritos y lágrimas, ensancha su corazón en amor “hasta el extremo” (Jn 13,1).
Tengamos presente en todo momento que somos pecadores. San Agustín nos enseña: “ Ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones” (CCL 39,776). Y con Santa Catalina de Siena: “...la leña verde, puesta al fuego, gime por el calor y echa fuera el agua. Así, el corazón, reverdecido por la gracia, no tiene ya la sequedad del amor propio que es el que seca el alma. Así, el fuego y las lágrimas están unidos y forman un mismo deseo ardiente.” Cristo se hizo uno como tú para salvarte “Porque no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13).
Cuando uno conoce su gran miseria reconoce la omnipotencia de Dios. Pídele a Cristo vivir cada Bienaventuranza y ya obtenida, practica la compunción del corazón para seguir creciendo en unión con Él.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por mi causa, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3-11).
“Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por mi causa, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3-11).
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