LA VIDA DE MARÍA

María, Madre de Dios

Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo.
En la Natividad de Nuestra Señora 

- ¡Es una niña!¡es una niña!, se oye al fondo de la casa de Nazaret. Y el eco salta por la callejuelas estrechas, hasta la plaza. -¡Mirad, mirad qué ojos, son los de su padre...! - Y la barbilla, de su madre... Alborozado desorden en los comentarios. La Niña encantaba nada más verla. Le pondrían por nombre María, y llegaría a ser -a la sazón nadie lo sospechaba- Madre de Dios y Madre nuestra.

En la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, celebramos aquel acontecimiento maravilloso, de trascendental sencillez para la Humanidad.

Al levantarnos e invocarla -como todos los días-, cada uno le habrá dicho palabras distintas, pero todas expresivas del profundo cariño que, en este día, adquiere una carga de amor más intenso. Nuestro corazón se ha alzado en acción de gracias a Dios por haberla creado como es: Llena de gracia. El mundo se hallaba en tinieblas. La sombra del pecado lo oscurecía todo. Pero aquel día en que nació la Inmaculada, despuntaba la Aurora anunciando el gran Día, la gran Luz que había de nacer de Ella, para disipar toda tiniebla y alumbrar a los hombres el camino que conduce al infinito Amor eterno.
Una eterna juventud
¿Cuántos años cumple hoy la Virgen? Mil novecientos... y muchos. No le importa -al contrario- que sus hijos le recordemos que cumple tantos. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo, donde se participa de la juventud de Dios, quien, al decir de San Agustín, «es más joven que todos»

Porque es inmutable y eterno, ¡no puede envejecer! ¡No tiene barbas blancas, por más que la imaginación acuda a ellas para representar la eternidad!. Si Dios hubiera comenzado a existir, ahora sería como el primer instante de su existencia. Pero, no. Dios no tiene comienzo ni término, «es» eternamente, pero no «eternamente viejo», sino «eternamente joven», porque es eternamente Vida en plenitud. Él es la Vida. Como María es la criatura que goza de una unión con Dios más íntima, es claro que también es la más joven de todas las criaturas, la más llena de vida humana y divina. Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando andamos hacia Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría. 

Las limitaciones y deterioros biológicos han de verse con los ojos de la Fe, como medios para la humildad que nos dispone al gran salto a la vida plena en la eternidad de Dios.

Desde su adolescencia –y quizá antes-, la Virgen gozó de una madurez interior maravillosa. Lo observamos en cuanto aparece en los relatos evangélicos, «ponderando» todas las cosas en su corazón, a la luz de su agudo entendimiento iluminado por la Fe. Ahora posee la madurez de muchos siglos de Cielo -casi veinte-, con una sabiduría divina y una sabiduría materna que le permite contemplarnos con un mirar profundo, amoroso, recio, tierno, que alcanza los entresijos de nuestro corazón, nos conoce y comprende a las mil maravillas, mucho más que cualquier otra criatura. Ella es -después de Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías. Por eso la sabemos siempre cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro lado, confortándonos con su sonrisa indesmayable, disculpándonos cuando nos portamos de un modo indigno de hijos suyos. Sus ojos misericordiosos nos animan -qué bien lo sabe- a ser más responsables, a estar más atentos al querer de Dios.

Comprende también ahora que no hallemos palabras adecuadas para expresarle nuestro cariño y no seamos capaces de hacer cosas espectaculares en su fiesta de Cumpleaños. Le bastan nuestros deseos grandes, nuestros corazones vueltos hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos -firmes y concretos- de tratarla más asiduamente y quererla así cada día con mayor intensidad.
Nunca se sabe... 
Todos los padres se equivocan cuando les parece que el hijo que les nace o ven crecer a su lado es la criatura más graciosa del universo. Pero Joaquín y Ana no se equivocaban al pensarlo y decirlo. La casa, humilde; los pañales, humildes, como humilde fue -en el amplio y recio sentido de la palabra- la vida entera de María. Pero ahora la Iglesia nos invita a contemplarla «vestida de sol, la luna a sus pies, y en su cabeza corona de doce estrellas» 

Todas las generaciones la llaman bienaventurada...

No podían sospechar Joaquín y Ana, lo que había de ser aquel fruto tan sabroso de su amor. ¡Nunca se sabe!. ¿Quién puede decir lo que será una criatura recién nacida? Nunca se sabe. Sólo Dios lo sabe.

Un asunto grave 
Quizá por eso, porque nunca se sabe, nunca se sospecha que algo grande, más grande que el universo sucede cuando una persona –niño o niña- llega a la existencia. El nihilista no lo sabe, el egoísta tampoco. Los que eliminan por cualquier razón vidas humanas, ni lo sueñan. Cometen crímenes como quien se bebe un vaso de agua o de whisky. ¿Y los tristes? Se les hunde el ánimo (el alma) porque hay sufrimientos en la tierra. No saben que la vida en este mundo es pasajera: «Una mala noche en una mala posada», decía Teresa de Jesús. Sólo se fijan en «la parte mala» sin pensar o sin saber que hay eternidad, que hay resurrección de la carne, en aquellos «cielos nuevos y nueva tierra» de que habla la Escritura, donde Dios mismo «enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá muerte ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá pasado» 

Cuando Dios crea el alma humana se compromete a acabar la obra buena que comenzó. Sólo nos pide el concurso de nuestra libertad, porque no quiere esclavos, sino hijos. «Quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él» 

Los que ahora padecen hambre –o cualquier otra cosa-, serán saciados.

«Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros»

Una persona que crea en todo eso sabe que vale la pena pasar aunque sea cien años de sufrimientos, hambre, frío, calor, enfermedad, por llegar un día a gozar de la inefable contemplación de la Esencia divina.

Por eso, y por muchas otras razones, siempre –siempre, siempre, siempre- el nacimiento de un ser humano es una gran fiesta. Jesús enseña que, por encima de cualquier otra razón debemos alegrarnos siempre, si somos fieles, de que nuestros nombres «estén escritos en los Cielos», es decir, en el corazón de Dios, en el manantial de la vida.

Posible eficacia de nuestro paso por la tierra
Los padres de la Niña recién nacida no podían sospechar que, desde la eternidad, Dios la había escogido como Madre suya y Corredentora. Hubieran quedado atónitos si les hubiera sido dado contemplar la eficacia de aquel corazoncito que comenzaba a latir por cuenta propia entre sus brazos. Dios, por primera vez desde el pecado de origen, sonreía abiertamente ante un ser humano absolutamente puro. Era el preludio de un nuevo zarpar de la humanidad hacia Dios.

Tampoco nosotros podemos sospechar la eficacia inconmensurable de nuestro paso por la tierra, si somos fieles a nuestra vocación cristiana: si luchamos por alcanzar la santidad en el lugar y situación en que Dios nos ha puesto. Si cada uno en su sitio, nos esforzamos por vivir con el corazón y la mente en Dios Uno y Trino. Veremos una nueva primavera para la humanidad. Ese mundo nuestro que se nos presenta tan ajado y achacoso, lleno de violencias de toda guisa, rejuvenecerá. La clave está en acercarlo a Aquel que es «el único Joven» (el único esencial y eternamente Joven), por medio de la más joven de las criaturas, María: «Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres suyos en cada actividad humana. Después pax Christi in regno Christi- la paz de Cristo en el reino de Cristo» 

No hay que darle más vueltas.
Santidad, pues, unión con Dios, juventud de espíritu, espíritu abierto al futuro; futuro tan amplio como todo el tiempo, tan amplio como la eternidad sin tiempo. ¡Cuánto puede hacerse en un breve espacio vivido cara a la eternidad!. Porque «eres, entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. Produce, con tu ejemplo y tu palabra, un primer círculo..., y éste, otro..., y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?» 

¿Qué puedo hacer yo para tener la eficacia de esa piedra? De momento algo importante: acercarme más a María, tratarla y aprender. La Virgen nos alumbra el misterio de nuestra vida personal -quizá oscura, corriente, y sin duda oculta a la superficial curiosidad de las gentes- que puede tener una eficacia colosal si la vivimos su modo, con un fiat permanente en el corazón. Poco importa lo que somos delante de las gentes: lo relevante es lo que somos ante de Dios.

Rosa Mística
Si, con la gracia de Dios que recibimos abundantemente en los Sacramentos, en la oración y en el trabajo hecho cara a Dios, nos vamos asemejando a Cristo, pasaremos por el mundo de un modo parecido al de la Virgen, a quien llamamos Rosa Mística. Tal vez porque la rosa nos parece la más noble entre las flores, ya que goza de una prestancia singular; reclama nuestra mirada ávida de sencilla belleza y desprende un gratísimo aroma. Pero la rosa que admiramos no es la silvestre. Nadie siente especial interés al mirar o al coger una rosa silvestre. Se ha requerido un arte laborioso y refinado para obtener la rosa blanca o roja, o polícroma, que embellece los jardines. Ésta sigue vinculada a las otras rosas inferiores y poco observadas, pero destaca por su encanto. La Virgen ha nacido del seno de la humanidad; su origen no es otro que el nuestro; su sangre es nuestra sangre; nos resulta en extremo familiar. Pero su dignidad nos supera infinitamente. Se diría que durante una eternidad y luego durante siglos, el Creador ha ido preparándolo todo, cultivando una rama determinada de la humanidad, para que de la raíz de Jesé naciera este brote, esta Rosa delicada, sencillísima, noble y humilde.

El buen aroma de Cristo 
Es una Rosa que exhala, ya desde su nacimiento, el buen aroma de Cristo, del que habla san Pablo; el delicioso perfume que vendrá después y que habrá de inundar hasta el más recóndito lugar del universo. Es el aroma que, sin saberlo, está pidiendo a gritos el mundo enrarecido, contaminado de intenciones sórdidas que quieren inundarlo todo con su pestilente olor. No es exageración. Basta pensar en los millares de crímenes legalizados que se cometen cada día. ¿Qué significa esto sino que detrás de esa «civilización» o cultura de la muerte, se agazapa -con máscara de humanitarismo- una perversión moral tan honda que quienes la integran ya no son capaces de discernir lo hediondo del aire puro, parecen no conocer otra cosa que el vaho de la putrefacción. Y esto ¿no es grave, muy grave? Han perdido el punto de referencia y de contraste. No se dan cuenta de que el aire que respiran y difunden es letal, ante todo para ellos mismos

Pero tenemos el Evangelio para salvar al mundo si, pegados a Cristo, con María, nos impregnamos de su aroma. No debe importarnos -al contrario- que nuestra vida contraste con la de los paganos o paganizados. Es cuestión de vida o muerte. El futuro temporal y eterno de la humanidad está, de hecho, en buena medida, en nuestras manos. Como estuvo -todo lo remotamente que se quiera- en el amor de los padres de la Virgen. Como estuvo en los labios de nuestra Madre antes de decir su fiat; como estuvo en las manos de aquel puñado de doce hombres que siguieron tan de cerca a Jesucristo.

La mujer podrá entender mejor lo siguiente: el Señor te ha tenido en su mente desde la eternidad. Ha pensado en ti como en una rosa semejante a su Madre; como una rosa plantada en su jardín, nacida no al azar como las flores silvestres, sino por voluntad expresa y amorosa de Dios, por una secreta esperanza divina. Todos los padres guardan una secreta y gran esperanza cuando les nace un hijo. Dios no es menos. El Señor espera de ti que en medio de la muchedumbre, siendo enteramente igual a los demás, despidas un aroma purificador: el aroma de Cristo. Para que cuando alguien pase por tu lado o se cruce en tu camino, se encuentre respirando aire limpio y generoso, y sepa lo que es bueno, y se sienta confortado y ya no quiera aspirar otro aire, y abandone los ambientes sórdidos y se convierta él en difusor de aire puro y vivificante. Hay que ir infundiendo bocanadas de ese aire puro que oxigene el ambiente, que lo vaya purificando y que, por lo menos, el contraste pueda ser advertido.

¡Qué grande es el poder de una rosa! 

¡Qué grande puede ser la eficacia de tu paso por la tierra!

Para eso has de hundir tus raíces en Cristo; tienes que vivir de Cristo, como el Apóstol; como las rosas viven de las sustancias que obtienen de la tierra buena. La Confesión sacramental, ¡cómo purifica! Y la Eucaristía, cómo nos arraiga –nos encarna- en Cristo. Ahí sí que podemos impregnarnos de su aroma. Y luego, ¿quién podrá enseñarnos mejor a vivir de Cristo, por Cristo y con Cristo, que María, Rosa Mística, que tal día como hoy nació para nosotros? Dios la quiso como Madre suya. También para dárnosla como Madre nuestra. «He ahí a tu madre», nos dijo desde la Cruz. «Y desde aquel momento el discípulo [Juan, todos nosotros] la recibió en su casa» 

Palabras que ahora encienden luz intensa y poderosa en nuestra mente, y nos permite entender que si nos llamamos discípulos de Jesús, hemos de acoger en nuestra casa, en nuestro corazón, a Santa María. Ella purificará y pulirá nuestro corazón como joya de muchos quilates, y conseguirá meter a Jesús en nuestros pensamientos, en nuestros afectos y quereres, en nuestras palabras y en nuestras obras. «Con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria» 

El valor de una vida
La Virgen nos enseña el valor inmenso de una sola vida humana. Porque es siempre Virgen y siempre Madre. Madre del Verbo de Dios, Asiento de la Sabiduría divina. Y por ser la más madre de todas las madres, sabe que un hijo, entre trillones, permanece siempre único y vale tanto como todos los demás juntos. Como solía decir André Frossard, «Dios sólo sabe contar hasta uno». Y esa sabiduría divina la posee como nadie la Madre de Dios, porque en cada hijo ve el Rostro de su Unigénito y Primogénito y tiene siempre presente su parto singular, más que en Belén, en el Calvario.

¡Lo que vale una persona humana! ¡Lo que vale traer al mundo una persona más o una persona menos! ¡Lo que vale cuidarla hasta el último aliento de su vida en la tierra! ¡Muchísimo!. Dios hubiera creado el universo por una sola. Dios se hubiera hecho hombre por una sola. El Hijo de Dios hecho hombre ha derramado por cada una –por tanto, «por cada una, sola»- toda su Sangre, Sangre que procede entera de María Santísima. Ella bien lo sabe.

¡Felicidades, Madre de Dios!¡Felicidades, Madre Nuestra! En esta época de pensamiento débil y, en consecuencia, de voluntades débiles y de vínculos débiles, de vidas leves, descafeinadas, que no sacian, que no valen la pena; ayúdanos a vivir un pensamiento profundo, una voluntad fuerte, unos vínculos inquebrantables, una vida intensa, plena, eterna!: tu vida, la de Cristo en el Espíritu hacia el Padre.




No hay comentarios:

Publicar un comentario